A la larga todo termina.
Las cosas buenas y las malas. Las que te perturban, las que te molestan, las que te entristecen.
Todo tiene principio y final aunque no sepamos verlo. Aunque quede tan infinitamente lejos.
Como ese desayuno en una vereda cualquiera en un día cualquiera.
Mis desayunos, ese momento del día que amo más que nada. Que agradezco con toda mi alma. Sea en casa o en cualquier esquina del mundo.
Poder parar. Levantarse a la mañana y saber que tienes café y algo de pan para hacerte unas tostadas. O que puedes bajar a la panadería.
O simplemente salir, buscar una cafetería y tener la certeza que puedes pagar un desayuno aunque el mundo se caiga a pedazos, se estén matando o haya gente que no pueda comer.
Agradecer que yo.
Yo, con todos mis gastos, mis cuentas a pagar, mi mes por delante, pueda disfrutar de ese momento.
Parece una farsa. Agradecer eso. Pero agradezco tantas cosas cuando mi cabeza se empieza a llenar de neblina y parezca que la oscuridad quiera avanzar.
Agradezco que mi pequeño mundo siga como está. Que vaya hacia adelante, que esté lleno de planes. Por muy difícil que se ponga. O como yo lo perciba.
El futuro desmenuzado