jueves, 6 de junio de 2019

De introspección



Me siento en un Havana y me pido un cortado con un alfajor de chocolate blanco y nueces.

En inmigración hacen paro. Nada nuevo en este país. El trayecto de tren normalmente es de veinticinco minutos y hoy fue de una hora. Nadie te da una explicación. La gente lo asume todo con una tranquilidad que aniquila cualquier atisbo de queja. Todo el mundo sigue absorto a su pantalla de móvil. El silencio sólo se rompe con los múltiples vendedores ambulantes que llenan los trenes y subtes de esta ciudad. La gente que no quiere delinquir y no tiene ni tuvo jamás un trabajo remunerado son los vendedores autónomos de los chocolates, panecillos, bolígrafos y enseres varios.
Y cada día es lo mismo en cualquier punto de la ciudad.

Me tocan las narices los de inmigración. Funcionarios que seguramente también tienen derecho a quejarse pero que sólo consiguen mi indignación porque parece ser que hay personas que se cagan en el tiempo, el trabajo y el salario ajeno. Nadie avisa. Paros no programados. Colas infernales.
No atienden señora, están de asamblea. La puta madre.
Nada, toca volver otro día.

Mi visa caducó. Y mi DNI argentino de extranjera temporaria, también. Hace ya bastante.
Nunca pensé que sería una inmigrante ilegal.
Es el pez que se muerde la cola, necesitas un trabajo para la residencia y necesitas residencia para un trabajo.
Y es lo que hay.
Voy a tener que hacer un millón de trámites.
Y pagar una multa por estar de ilegal en el país.
Aún así, no me preocupa demasiado.